Anoche soñé contigo, nuevamente. Aunque no exclusivamente. Primero estaba con mi familia en la casa de mis abuelos. Estaban ellos, mi madre, mi hermano y mis primos pequeños jugando alrededor. El silencio es el peor invitado en este tipo de reuniones pero estábamos tan tranquilos y contentos que a nadie le importó. Estábamos realmente felices, tanto así que no pude evitar notar que solo se trataba de un sueño. Me sentí triste y algo estafado así que sin avanzar caminé por la casa mientras todos iban desapareciendo. Caminé un poco más y de pronto me ví rodeado e inmerso en algo así como una fiesta. Muchas risas, muchos vasos y montones de desconocidos. Mientras hablaba con una u otra persona miraba a mi alrededor y entre rostros inertes descubrí el tuyo. No pude evitarlo, me acerqué de inmediato y comenzamos a hablar. Estabas tan linda, tan cariñosa y tierna como en nuestros mejores momentos. Sentí que de nuevo te preocupaba, que me querías… Eso fue lo que te delató. No pude soportar la mentira que vivía y nuevamente comencé a caminar. Rapidamente desapareciste. De nuevo me encontré rodeado por rostros vacíos, pero ya no me molestó. Su silencio no me hería, como el tuyo. Pero al fin tanta necedad terminó por enfermarme. Corrí a esconderme, entré a un baño y di un portazo. Me sorprendió mi reflejo, tan real como mi propio rostro, me miraba desconfiando de mi realidad. Entonces entendí y tomé la única decisión que estaba en mis manos. Salí a buscarte y apareciste. Estabas en una pieza recostada sobre un camarote. Subí a él de un salto, posé mis garras y patas en los bordes y sin tocarte acerqué mi boca a ese cálido lugar entre tu oreja y tu cuello y dije “duerme conmigo”. Sonreiste, me llevaste de la mano. Sentí como me arrastrabas o como me dejaba arrastrar. Llegamos, había una cama grande para los dos, la abrí. Entraste tú primero, luego yo. Cubrí nuestros cuerpos hasta más arriba de la cabeza. Nos quedamos dormidos. Entonces desperté.